Corriendo y sufriendo en Buenos Aires 2009

La sensación de orgullo es impagable y permanecerá por siempre.

Cuando me integré a Fullmarathon, en abril de 2008, mi objetivo respecto al running no pasaba de mejorar, algún día, mi deplorable tiempo en los diez kilómetros. Como corredor que se iniciaba muy tardíamente en estas lides, con algunos kilos demás y escasos antecedentes deportivos, pretender superar esa barrera era tan iluso como ganar el Nobel o llegar a la luna. Probablemente parezca una exageración, pero de verdad creía que no podía más.

El primer sábado que corrí con los full entendí que era posible superar. Fueron once kilómetros y terminé agotadísimo, pero era posible. Con el correr de las semanas las distancias lentamente se fueron ampliando, igual que las exigencias (descubrir la subida del Hipocampo fue toda una experiencia). La resistencia mejoró y adopté una costumbre insólita, que mis partners ya habían desarrollado: conversar corriendo, planificando carreras, discutiendo, dando consejos de vida y arreglando el mundo.

A los pocos meses los kilómetros semanales recorridos habían aumentado y era hora de apuntar a los 21K. La primera experiencia lamentablemente no fue del todo buena. El tiempo esperado no fue el mejor, me sentí incómodo, terminé ahogado y con una molestia que derivaría en una periostitis muy dolorosa que me tuvo fuera de circulación casi dos meses.
Parar fue lo mejor que pude hacer. Tenía ganas de volver, pero en buen estado. Durante el receso cambié algunos hábitos, me informé de estrategias, analicé que tipo de zapatillas usar (un tema que debe ser muy relevante para todos quienes se inician en esto) y, en general, me propuse tomar el running más en serio.

El retorno fue paulatino y constante. Primero la media maratón de Valparaíso, luego la de Pacífico, después La Serena y este año Santiago, además de los controles rutinarios de los sábado. Sin obsesionarme, corrí a partir de octubre del año pasado entre cuarenta y cincuenta kilómetros semanales, manteniendo una rutina que, inconscientemente, me preparaba para mi primera maratón sin saber cuando ésta ocurriría.

Todas las semanas mi buen amigo Pepe Caimi me enrostraba el hecho que era de los pocos del grupo que no se atrevía a correr los 42 kilómetros. El comentario, que en un principio me era indiferente, se transformó en el objetivo a cumplir. Sentí además que podía hacerlo. Estuve a punto de inscribirme en Santiago, pero necesitaba más tiempo para prepararme, física y sicológicamente, y también para convencer a mi esposa, quien pensaba que correr esa distancia era una locura (lo sigue pensando). La elección fue Buenos Aires, en octubre.

Por diversos motivos la capital argentina reúne los requisitos ideales para la primera maratón. El calor de octubre se tolera bien, al igual que la humedad. Es una carrera plana, con escasos y tenues desniveles, recorre lugares hermosos y se transforma, por último, en una buena excusa para viajar a comer bien y comprar libros relativamente más baratos que en nuestro país, si bien ya no es la ganga que alguna vez fue.

El día anterior a la carrera estuvo nublado y sabíamos que era muy probable que el domingo de la carrera lloviese, nada malo considerando que se mitigaba el sufrimiento. Al parecer los meteorólogos argentinos estudiaron en el mismo lugar que los chilenos: llovió, intensamente, pero sólo hasta la noche anterior. Salvo algunos goterones antes del kilómetro 10, de lluvia nada. No tengo claro si corrí demasiado lento, pero tengo la idea de haber pasado en todo el trazado por las cuatro estaciones.

La noche previa fue relajada, el viaje del hotel a la partida muy animoso y el inicio de la carrera de acuerdo a lo planificado, tratando de mantener un ritmo bajo (5:35) y no despegarme del grupo.

Hasta el kilómetro 18, todo impecable, siguiendo a Pepe Caimi, Juan Carlos Reyes, Eugenia Rivieri y Fernando Guzmán. Cuando pasamos por el estadio de Boca, sin embargo, bajé el ritmo sin proponérmelo, y comenzó un dolor en el isquiotibial izquierdo, suave pero notoriamente progresivo. Cuando pasé los 21 kilómetros a 1:55 entendí que la idea de bajar las cuatro horas era una utopía, y que lo único que quedaba era luchar por llegar… como quizá debí proponérmelo con menos ambición desde un principio.

Cuando antes de correr el primer maratón lees y te informas respecto de las sensaciones de la carrera, tiendes a pensar que quien escribe exagera para resaltar su logro y que, en el fondo, no puede ser tan terrible.

Lo es. Después del kilómetro 25 cada paso cuenta, el dolor aumenta exponencialmente, la presión mental se hace insufrible y surge la pregunta estándar del caso ¿quién cresta me mandó a meterme en esto? En la medida que te acercas a la meta, cada kilómetro se hace más largo. El cielo había despejado por completo, la temperatura aumentó y la humedad se hizo fuerte. Todo molesta: el cordón de la zapatilla, el roce de la ropa, la campanilla del que corre vestido de viejo pascuero, el que se cruza sin razón aparente, el pelo que no deja ver, el lamentarse de no haber llevado lentes, el porqué tanto derroche de agua, etc. Incluso el apoyo de la gente, motivante en un principio, los últimos diez kilómetros se trasformó en crueles ironías. “Vamos que se puede”, “Qué pasa?” “Queda nada” ¡Y quedaba todavía una hora!

El famoso muro se apareció en el kilómetro 35 para quedarse. A esas alturas, daba lo mismo el ritmo, lo único válido era aguantar los calambres simultáneos y el desgano. Paré tres o cuatro veces, la primera porque realmente me dolían los cuádriceps, y las dos segundas porque simplemente me rendí, esperando el camión escoba y lamentando tanta dedicación hasta la fecha por nada.

Por suerte me topé con Erika Arancibia, que además de correr los 21 kilómetros se convirtió en un verdadero ángel de la guardia.

Cuando quedaban tres o cuatro kilómetros, al verme mal me dio agua y además me dijo algo que no recuerdo en absoluto, pero que me hizo razón, estimuló e impulsó a seguir. Poco más allá, aprovechando los recovecos de los bosques de Palermo se me volvió a aparecer como por arte de magia, otra vez dio esperanza y de nuevo tuve fuerzas para seguir.

Cuando quedaban dos kilómetros el alma se serena y vuelve al cuerpo. Segundo aire, o llámenlo como quieran, lo cierto es que ver la meta motiva. Saber que lo que siempre imaginaste imposible de hacer está allí, a no más de cinco minutos, emociona, tanto como para no darte cuenta que correr tanto o más rápido que cuando comenzaste. Al pasar la meta te sientes el mejor (aunque el tiempo en el caso dijese 04:12:12), sientes una euforia contenida y asumes, por fin, que todo el esfuerzo valió la pena, que fui capaz de lo que jamás pensé de hacer.

Se supone que hay tres cosas imprescindibles de hacer en la vida: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Ahora que lo hice le sumo el correr un maratón. Con muchos años por delante (espero) puedo ya darme por cumplido.

No tengo claro si habrá una segunda vez, pero si se que la sensación de orgullo es impagable y permanecerá por siempre.

Carlos Donoso Rojas